Publicado en el Suplemento Dominical de El País de Cali, Gaceta, bajo el título "¿Por qué los colombianos decimos Don o doña?" véase aquí
En el marco de la Consulta Liberal que dio por ganador
a Humberto De la Calle el domingo pasado, el columnista Juan Sebastián Herrera
se refirió al uso y desuso de “Don”. Esto con el fin de argumentar De la Calle
sería de los pocos políticos que merecería este título. El columnista se
refería a un “Don” que expresa una virtud superior de carácter, escasa en la
escena política colombiana.
Los términos “Don” y “Doña”
son maneras de tratar a una persona con respeto. Por esta razón, se denominan
“formas de tratamiento”. Para el columnista, el contenido respetuoso del
término es algo que se gana con esfuerzo, aunque para otros toda persona por el
hecho de serlo tiene un valor intrínseco.
En esta disyuntiva gira la
historia lingüística de “Don” y “Doña”. Proviene del latín “dóminum” que
significa “dueño”, y su forma femenina “dóminam” significaba “dueña”. En algún momento de la historia se perdió la
“i” intermedia y las consonantes finales, pasando a “dómnu, dómna”.
Pues bien, “mn” se convierte
en “ñ”, y la “ó” se convierte en “ue”. Y así surgen “dueño” y “dueña”. El
significado de estas palabras es más cercano al sentido original, pues se
refieren al que tiene posesión, potestad o poder sobre algo o alguien.
Todo esto ha debido ocurrir en
el latín medieval, en todo caso antes del siglo X, como dice Joan de Corominas
en su diccionario etimológico.
Recordemos que en la edad
media existía un sistema feudal, en que una persona tenía poder sobre una tierra
y sobre las personas que vivían en esa tierra. No era un sentido de posesión
propiamente dicho, sino una especie de derecho de uso, sobre la tierra y las
personas. Sí, de uso sobre las personas, como ocurría en la edad media.
Pues bien, la persona que dominaba
esa tierra era el “dómnum”. Nótese que el verbo “dominar” y “dóminum” comparten
la raíz “domin-”, pues son palabras emparentadas en su significado antiguo.
Los subordinados, pues, podían
referirse a su señor feudal como un “dómnu” y a su esposa como “dómna”. Pero la
gran pregunta es: ¿por qué se dice “Don Humberto” y no “Dueño Humberto” o “Doño
Humberto”?
Pues es posible que en el
latín medieval de la península Ibérica ocurriera algo muy parecido a lo que
pasa hoy en día. Nosotros le decimos “profe” o “pro” al profesor, “compa” al
compañero, “parce” al parcero, o decimos “mi doc” en vez de “mi doctor”.
Hacemos abreviaciones a
palabras que sirven para tratar o llamar a la persona con quien hablamos. Estas
palabras se llaman “formas de tratamiento”, que son de uso frecuente. Para
hablar más rápido, hacemos más cortas las palabras más frecuentes.
Esa tendencia a reducir las
formas de tratamiento no nos la inventamos nosotros, la heredamos probablemente
de los hablantes de latín de la península Ibérica. Decir “parce” en vez de
“parcero” es una costumbre que viene desde antiguo. De hecho, el término
“misiá” viene de “mi señora”: si usted dice “mi señora” muy rápido, termina
pronunciando “misiá”.
Lo mismo pasaba con “domnu”.
Para referirse a una persona con la que se habla, los latinoparlantes de la
edad media tal vez dirían “domn”, quitando la última sílaba, y para más
comodidad “don”. Al quedar de una sola sílaba, ya no habría tanto énfasis en la
vocal como para convertirla en “ue” como en “dueño”.
“Don” y “Doña” eran entonces
títulos nobiliarios. Solo la persona que hubiera nacido en una familia poderosa
podía recibir este título.
Pero las cosas empiezan a
cambiar a finales de la edad media y en el siglo XVI, cuando los comerciantes
empiezan a ganar poder. En el siglo XVI, muchas personas que no eran feudales
empiezan a exigir el trato de “Don” y “Doña”, y muchos empiezan a otorgárselo a
personas que no necesariamente eran de familia noble.
La situación llega hasta el
punto de que resulta más conveniente decirle “Don” y “Doña” a cualquier
persona, antes que correr el riesgo de parecer mal educado. Y así se
transforman los términos hacia el siglo XVII: ya cualquier individuo, por el
hecho de ser persona, es de alguna manera merecedor de un respeto.
El recuerdo del significado
antiguo, en todo caso, sirve de metáfora para referirse a una nobleza
abstracta, una virtud corazón, aunque no necesariamente de herencia familiar. Se
aplica a la idea de cierta dignidad en el carácter de una persona. Es el
sentido que rescata el columnista cuando se refiere a Humberto De la Calle.
En el siglo XIX hubo una
reacción contra el “Don”. Se consideraba un vicio propio de la colonia
española. En 1858, uno de los personajes de Eugenio Díaz en Manuela, dice “el
don no es castellano granadino”, es decir, no debía decirse en la nueva
república de la Nueva Granada.
Entonces “Don” fue perdiendo
mucho más su sentido de nobleza, y hoy en día tal vez significa simplemente
alguien de más edad que uno. Incluso puede usarse para insultar: “un don Nadie”
o en sentido irónico: “dígale a mi Don”.
El columnista invita a
recuperar la dignidad como valor social, aplicado al comportamiento en la
esfera política. No necesariamente a que retornemos a la época feudal. Aunque
algunos piensan que nunca hemos salido del feudalismo.